Del vestir tradicional a la modista
La mejora de las comunicaciones trajo la ropa moderna a Campo
La Merindad de Campo tuvo históricamente una indumentaria tradicional muy equilibrada para las diferentes labores y épocas del año. La ropa solía ser heredada de padres a hijos y los desgastes y las reposiciones de prendas se realizaban en casa, principalmente con lana y lino.
La transformación de estos materiales en fibra textil era un proceso familiar de las largas noches de hilar, y su transformación en lienzos y el abatanado de los paños era contratado a los tejedores. Este sistema tradicional se fue extinguiendo con la entrada del siglo XX por la introducción de la nuevas tendencias en el vestir, con la llegada de telas, sedas y paños elaborados industrialmente en manufacturas que acercaban el producto a su consumidores hasta la puerta de su casa con un coste que empezaba a ser asequible para su economía.
Las vías de comunicación cambiaron el panorama. Las diligencias hacían su parada para repostar y sus viajeros mostraban sus vestimentas con cierto estilo renovador, en el breve paseo por sus calles, hasta la puesta a punto del carruaje. Posteriormente el ferrocarril dio un nuevo impulso a la creación de hoteles y a la mejora en la calidad de sus posadas. El verano traía a las familias que se alejaban de los calores de sus ciudades. También llegaron nuevos vecinos para instalarse en nuestra villa en la floreciente industria minera, vidriera y metalúrgica. Todo ello trajo un incremento poblacional, algo aburguesado, que marcaba una nueva tendencia en la forma de vestir.
Este movimiento social demandó en nuestras comarcas talleres profesionales de sastrería y modistas que marcaron la evolución y los modos del vestir. Las sastrerías eran regentadas mayoritariamente por hombres y los talleres de modistas por mujeres. Y aquí trabajaban las modistillas para el confeccionado de las prendas, bien en el taller, bien en su casa.
El taller, en la cocina
Las modistas que ejercieron su profesión en su casa cumplían con la función de madre y realizaban las labores del hogar. Su taller de costura era una habitación de la casa y si no podría disponer de ella utilizaban la cocina, una vez recogida. En la misma se disponía de una mesa, máquina de coser, costurero, regla, tiza de marcar y papel para marcar patrones, en muchas ocasiones de periódicos.
Si la modista se dedicaba a enseñar a coser, acogía en su casa a un número determinado de jovencitas entre 14 y 18 años, las cuales acudían en horario de mañana y tarde de lunes a sábado.
Allí aprendían a manejar la aguja y el dedal. Durante el aprendizaje tenían que pagar a la modista por enseñarlas y su trabajo era aprovechado como un bien familiar. En el taller aprendían la confección de las prendas de vestir, partiendo en la mayoría de las veces de las revistas de figurines. Una vez elegido el modelo se marcaban los patrones en el papel para proceder a cortar la tela y los forros que habían traído consigo. Las prendas que normalmente se confeccionaban podían ser para diario o de fiesta: blusas, faldas, vestidos, chaquetas, pantalones, chaquetones, abrigos e incluso trajes de novia.
Las aprendizas que vivían en pueblos distanciados y en casos en que el trayecto no las permitía regresar diariamente a sus casas, se quedaban de patrona en casa de algún familiar o vecino. La temporada en que acudían solía ser de octubre a marzo, fechas en que la familia podía prescindir de su servicio, por no ser época de mucha actividad agropecuaria.
A las modistillas que trabajaban en un taller su juventud y buen vestir les daba cierta distinción y esto daba pie a poder buscar un mejor novio. Las modistas tenían por patrona a Santa Lucía, y ese día lo celebraban con una merienda en su lugar de trabajo o en el taller de aprendizaje. Después, y con sus mejores galas, acudían al baile para celebrar la fiesta de sun patrona.
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